Marcos 3, 22-30 “Una familia dividida tampoco puede subsistir”.
Muchas veces, cuando somos más jóvenes y vemos a nuestras familias pelear, pensamos que eso no nos va a suceder jamás. Cuando se pierde la fe en Dios, o el respeto del amor y la confianza familiar, o cuando negamos al Espíritu de Dios en nuestro corazón, es fácil caer en la tentación del maligno.
Los padres tienden mucho a utilizar la competencia en la educación de los hijos. Que `tu hermana es más bonita´, `tu hermano corre más rápido´, `eres tan tonto y tu hermano tan inteligente´, `otra vez te salió mal´. Y así, tristemente, desde chicos se vive en un ambiente familiar en el que se tiene que competir por el amor de mamá o de papá, creando rivalidades entre los hermanos. Cuando son grandes, carecen de la estructura de la familia que se basa en el amor de Dios, y en el respeto a la dignidad humana y es entonces que las familias se dividen sin la posibilidad de subsistir en armonía y tratarse con amor.
Una familia se divide cuando se acaba la confianza, cuando se pierde el respeto a la intimidad familiar. Cuando se habla de más, se juzga y se acusa sin razón, cuando nace el deseo del poder, del querer tener más cosas que tu hermano para que los demás crean que tu vives mejor, que estás mejor y que por consiguiente eres más feliz. Eso es vivir en una total evasión de la realidad. No porque tienes mayores bienes eres más feliz; no, al contrario, el que sabe ser buen hermano y ayuda a los demás sin importar si tiene mucho o poco, es el que se acerca más hacia la felicidad, porque sabe compartir lo que tiene. Sabe que lo importante, no es el poder sino lo que hace con ese poder. Una familia que se ama y se respeta, va a estar siempre ahí en la necesidad, en el dolor, en la alegría; procuremos ser esa familia, ejemplo del amor de Dios en los corazones, en quien podemos confiar para no dividirnos sino amarnos en la unidad con Dios.
Propósito de hoy: Estar ahí para apoyar a tu hermano en todo lo que se le presente durante el día.