MARCOS 9, 30-37 “El que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado”.
El Evangelio de hoy nos habla de las palabras de Jesús en torno a su muerte y en cómo uno de ellos lo va a entregar. Los discípulos no logran entender bien lo que dice Jesús; Y si nos ponemos a pensar en nuestro amigo que viene y nos dice cómo va a morir, tal vez tampoco pudiéramos entender bien. Sin embargo, les dice también que todo aquel que lo reciba a Él, incluidos nosotros, vamos a recibir a Dios Padre, que es quién lo ha enviado, para nuestra salvación.
Recibir a Jesús es hablar de Él como el amigo que es, como el hermano amoroso, o el maestro que nos enseña la verdad, como el redentor misericordioso que nos ayuda a salir adelante y en cada acción que lo reconocemos como la Buena Nueva de Dios, estamos dando testimonio de fe, de que confiamos en Él, de que creemos en Su Palabra de vida eterna y recibimos al Padre en nuestro corazón.
En estos tiempos que vivimos, más que nunca necesitamos la presencia de Dios en nuestra vida y es que nos enfrentamos a muchas tempestades que solos no podemos vencer. Cuando más confiamos en Dios, en la presencia del Espíritu Santo, en el acompañamiento de Jesús, nos es menos difícil comprender y aceptar y nos es más fácil vencer al mal; ése que intenta llevarnos al abismo de una vida vacía y sin sentido, lejos de Dios.
Recibir a Jesús en el corazón es amarlo, como nos ama Él y se lo vamos a demostrar con nuestras acciones al servicio del más necesitado, del que no tiene que comer, del que está solo. Es con nuestro testimonio de amor, con lo que nos identificamos, con nuestra buena voluntad y con la manera en que hablamos de Dios a los demás. Y es con la confianza que nos da la fe, que podemos sembrar en tierra fértil, para así, cosechar el fruto de amor que nos regala Dios.
Propósito de hoy: Padre, te recibo en el amor con que estoy dispuesto a servir a los demás, para ser el último de todos, y a la vez, ser el más importante para ti.